Nunca he sido demasiado valiente. De hecho siempre me he identificado más con el padre de Marty Mcfly de la primera parte de «Regreso al futuro» que con el protagonista. Creo que un cobarde es alguien que puede luchar al día siguiente y que el cementerio está lleno de valientes. En mi clase y en mi grupo de amigos sí que habían valientes de verdad. El típico que no tenía miedo de encaramarse donde fuese para recuperar una pelota de plástico colgada, aún a riesgo de poner su vida en peligro. El que se atrevía a hablar con chicas a pesar de llevar años y años aislados de ellas…Yo no me atreví jamás con nada de lo expuesto. Con esta introducción no quiero que parezca que este top va a ser una apología del crimen escudándome en la valentía de realizar ciertas acciones «poco legales». Solo quiero decir que, a pesar de que cometí las pillerías que os voy a explicar, los niveles de nervios, sudor y adrenalina que necesitaba para realizar algunas de ellas, llegaban a niveles de pre-infarto de miocardio. Y de hecho creo que algunas de ellas no son para sentirse especialmente orgulloso, es por eso que este top está pensado en función del nivel de arrepentimiento que siento por haber sido parte de un tipo de criminalidad del que, en algunos casos, a día de hoy reniego. Fue divertido y hubo riesgo, pero ahora es tiempo de confesar viejun@s. Esto es lo que pasó:
5. Llamadas gratis en cabinas telefónicas.
Directamente: de esto no me arrepiento, ni entonces ni ahora. Años y años de abusos en las tarifas de las llamadas hacen que esta pequeña muestra de desobediencia civil fuese más una declaración de principios que un acto criminal, tampoco llamaba a tanta gente. También el hecho de que no devolviesen el cambio era algo que me exasperaba. Si por no tener suelto tenía que introducir una moneda de 5 duros y la llamada costaba solo 5 pesetas… ¿a dónde iba a parar el resto de mi dinero?
El truco estaba en realizar la llamada haciendo girar el dial de los números normalmente pero sin colocar las monedas en la ranura superior de la cabina (¿la recordáis?). Justo en el momento que la persona a la que llamabas descolgaba su teléfono, la cabina abría la parte superior para ir tragando las monedas, en ese preciso instante con la mano que te quedaba libre debías colgar tres veces seguidas de manera muy rápida haciendo bajar la palanca donde se colocaba el telefonillo. Y repetirlo, como mínimo dos veces. Al principio era bastante difícil acertar los tempos y seguir el ritmo correcto, pero una vez aprendías a hacerlo tenías llamadas gratis para siempre, bueno para siempre no, hasta que cambiaron el modelo de cabina. Realizando este truco las llamadas tenían una duración infinita, es decir, podías hablar horas y horas sin que se cortase, o hasta que la persona que hacía cola para llamar te metiese la bronca. ¿Recordáis? Hace años hacíamos cola en la calle para realizar una llamada telefónica. Eso sí que es viejunismo total. Poco a poco las cabinas aptas para este truco fueron siendo sustituidas por otras más modernas con otro tipo de sistema de introducción de monedas. Entre todos los amigos nos informábamos de dónde se podían encontrar las de la anterior generación para llamar gratis, y esto fue así hasta que desapareció la última «buena» del barrio.
También intenté realizar el truco de la chapa de lata de bebida haciendo cortocircuito entre el telefonillo y la cabina, pero no funcionó. Me inspiró a ello mi idolatrada película «Juegos de Guerra» ya que cuando David Lightman escapa del Norad utiliza esa artimaña para ponerse en contacto con su novieta, Jennifer Mack. Supongo que la tecnología de las cabinas estadounidenses debía ser diferente a la de las de aquí. Como curiosidad os diré que en EEUU lo que se utilizaba para llamar gratis eran unos aparatos llamados «Blue Box» y que Steve Wozniak, co-fundador de Apple junto a Steve Jobs, una noche llamó gratis gracias a la «Blue Box» que había hecho al Vaticano haciéndose pasar por Henry Kissinger y pidió hablar con el Papa. Éste se encontraba durmiendo y no se puso al aparato.
Conozco gente que basó sus relaciones de pareja en estas llamadas gratuitas. Un colega mío llegó a hablar durante dos horas y media con su novia. Sinceramente, no se que se explicaron ni lo quiero saber, pero al final tampoco sirvió de demasiado ya que al poco acabaron cortando.
Había otro delito relacionado con las cabinas pero que yo no realicé. Lo encontraba bastante rastrero y consistía en bloquear la compuerta de devolución de monedas con un disco de tal manera que solamente se podía sacar con un destornillador. Eso era robar a la gente, no a telefónica. Mi cruzada contra las cabinas era contra el poder, contra el sistema, cual moderno Robin Hood me enfrentaba al poder establecido en pos de una causa justa. El pobre e inocente ciudadano de a pie no era mi objetivo.
4. Jugar gratis a las recreativas.
Muchos de los posts de la sección RetroBits están basados en juegos de máquinas recreativas. Con mi asignación semanal, que no estaba mal pero que tampoco era de millonario, podéis entender que entre vicios varios como chucherías, cromos y tebeos, si además tenía que pagarme todas las partidas en el salón de recreativas, los números no salían ni de casualidad. Así que aconsejado por uno de los habituales dealers de tecnología criminal de mi clase (un día tendré que profundizar en este tema) acabé adquiriendo (a él mismo) la octava maravilla del jugón criminal, un «magiclick»:
Se trataba de la parte interior de los conocidos como «mecheros eléctricos/electrónicos» que carecían de piedra en pos de un sistema magnético de ignición del gas. Tenían una función secundaria, pero no por eso menos divertida, que consistía en dar pequeñas descargas eléctricas al personal. Hacerlo en medio de clase era lo más.
Solo servía para algunas recreativas, las más antiguas normalmente, y su funcionamiento no podía ser más sencillo: introducías la parte del cable pelado en la ranura de la llave que servía para abrir el compartimento de monedas de la máquina y apretabas repetidamente el «magiclick». El funcionamiento tenía un punto de aleatoriedad ya que nunca sabías la cantidad de créditos que la acción te reportaría. Podían ser 1, 2, 32 o ninguno. Y aquí es donde residía el mayor peligro del invento. Normalmente las recreativas emitían un sonido por cada moneda que introducías, y si el «normalmentenodemasiadoamable» vigilante del salón pasaba cerca de ti mientras sonaban treinta repeticiones del sonido de crédito, pues te habían pillado y entonces varias cosas podían pasar: desde la recurrente colleja, pasando por la amenaza verbal hasta la expulsión definitiva del local para toda la vida, toda una gama de cosas podían acontecer. Lo peor era que te expulsasen, ¿lo mejor? que normalmente los «avecesunpocobruscos» regentes de los salones no tenían demasiada memoria y a las pocas semanas podías volver a entrar sin ningún problema.
Siento mucha pena por la desaparición de los salones de máquinas recreativas tal y como los conocimos en los ochenta y buena parte de los noventa (las grandes cadenas acabaron con ellos), así que una parte de mí se siente culpable por no haber contribuido un poco más por su perdurabilidad en el tiempo. ¿Si todos los que utilizamos el «magiclick» no lo hubiésemos hecho aún existirían tan añorados locales? Sinceramente no lo creo, pero permitidme que este sentimiento personal de culpabilidad sea un paso hacia la redención de mi alma criminal.
Por cierto, rebuscando por internet he encontrado una noticia publicada por «El Pais» el 4 de octubre de 1980 donde se hacen eco del uso del «magiclick» con las cabinas telefónicas. Hasta ahora desconocía este otro «uso» del cacharro. Una lástima no haberlo sabido entonces. Si queréis leer la noticia aquí os dejo el enlace.
3. Tarjetas de metro falsas
Moverse por una gran ciudad nunca ha sido barato. E ir a sitios que están en el lado opuesto del mapa de donde les has dicho a tus padres que ibas menos. Primero, porqué si tus progenitores te pillaban la trola te podía caer una buena. Y segundo, porqué el transporte público no es gratuito. ¿No? ¿Seguro? Vale, ya sé que habrá el listillo que dirá que colarse en el metro es lo más fácil del mundo. Saltas la valla y ya está. De acuerdo. Pero en mi caso particular había dos cosas que impedían esta opción. Primero, yo soy un patoso declarado y además en aquella época estaba más bien tirando a rellenito, era zampabollos vamos, con lo que la mezcla de las dos cosas me hacía descartar directamente el intento de salto ante el peligro de «santa hostia» que me hiciese saltar hasta el último de mis dientes. Y segundo, más miedo que a una galleta contra el suelo era el que me provocaba la posibilidad de una galleta de la palma de la mano de mi madre. Por tanto tenía que adoptar un método que me asegurase poder entrar si pagar al metro y a la vez poder disimularlo perfectamente. ¿La solución? Falsificar tarjetas de metro. En aquellos días los abonos de transporte en Barcelona tenían este aspecto:
Iban cambiando el color (verde y amarillo en este caso) cada año, cada vez que subía el precio y tenían una vertiente pedagógica ya que en el reverso, el la parte superior, ofrecían diversos datos de más o menos interés. Fijaos en la verde. ¿Veis los números que aún conserva? (1, 2 y 3). Pues bien, cuando validabas el título en el torno la máquina se encargaba de cortar ese número y marcar en el cartón diferentes informaciones como la parada y la fecha donde validabas el título (eso se ve más claramente en la de color amarillo). Bien, teóricamente ese trozo de cartoncito iba a para a un recipiente plástico de la parte inferior de la máquina validadora. Ese pequeño «vaso», con los años, fue desapareciendo de todas las paradas de metro y lo que pasaba era que los pequeños cartones quedaban esparcidos por el suelo. Aquí estaba el truco, recoger esos trozos y con la ayuda de celo «reconstruir» la tarjeta. La capa de cinta adhesiva debía ser fina para que el ancho de la tarjeta no se incrementase demasiado para permitir que se pudiese seguir introduciendo en la ranura de la máquina de control.
Cuando lograbas la técnica suficiente tenías viajes ilimitados. Per cuidado. Si te paraba un revisor y te veía el título de transporte falsificado tenías multa asegurada. Así que el truco era llevar una tarjeta con el anverso parecido al de la verde de la foto, donde era imposible ver la información sobre el cuándo se había validado. La mayoría de tornos en Barcelona no se recargaban con tinta cuando ésta se acababa, así que era bastante fácil colar el gol.
Con la llegada de las tarjetas con banda magnética este truco murió. Hubo quien vaticinó que era solo cuestión de tiempo poder falsificarlas, pero hasta ahora no tengo noticias de que nadie lo haya logrado. Hoy en día, no se el por qué, cuando veo alguien que se cuela en el metro siento rabia. No me gusta. Quizá la sociedad me ha alienado totalmente y he perdido ese punto de rebeldía.
Y hasta aquí llega esta primera parte del Top. La semana que viene la completaré con las dos «hazañas» delictivas de las que más me arrepiento. Además añadiré una mención especial sobre algo que jamás me atreví a realizar y las razones que me llevaron a ello.
Hasta entonces, tomad la medicación…
VIEJUN@, PUEDES LEER LA SEGUNDA PARTE DEL TOP HACIENDO CLIC AQUÍ