No os voy a dar demasiado la brasa con el cómo llegué a amar la música de Queen, pero dejadme que os haga una pequeña introducción donde os expondré el cómo nació ese tardío amor juvenil. Desde que era adolescente tengo la sana costumbre de auto-regalarme alguna cosa el día de mi cumpleaños. ¿Por qué? Pues quizá en el fondo lo hago para asegurarme que ese día recibiré un regalo guapo de verdad. Pues bien, estaba yo el día de mi cumpleaños del año 90 y pocos paseando por las tiendas de música de la calle Tallers de Barcelona, dudando entre varios lp’s para cumplir mi sana tradición, cuando frente a mí, en uno de los estantes de Discos Castelló (la tienda que estaba tocando a las Ramblas), apareció de manera salvaje esto delante de mí:
“Joder, los vídeos de Queen, esto puede estar guapo de verdad…” (recordad unas líneas atrás el porqué de mi tradición de regalarme algo) A mi me sonaban Queen por cuatro canciones de la radio y sobre todo por la mítica escena de inicio de “Wayne’s world” en el coche, ésta:
Pues bien, la compra de la doble caja de VHS “Box of Flix” que contenía los “Greatest Flix” y los “Greatest Flix II” fue una apuesta a ciegas, ya que, como ya he comentado, hasta ese momento no era demasiado conocedor de la obra de Mercury, May, Deacon y Taylor. Pero con la visión que da el tiempo, os aseguro que ése fue el mejor, si no uno de los mejores, autoregalos que me he hecho jamás por mi cumpleaños. Mi amor de por vida hacia Queen nació en el momento en el que mi reproductor de VHS empezó a emitir el video de “Killer Queen”. Podría estar durante largo tiempo hablando sobre las horas y horas que pasé viendo en bucle aquellas dos cintas, pero hoy éste no es el objetivo de esta entrada.
Por suerte, y por diversas circunstancias, a lo largo de mi vida he podido asistir a decenas y decenas de conciertos y, por suerte, he podido ver en directo a casi todos aquellos mitos musicales que me han marcado la vida y han estado vivos para poder verlos. Últimamente, y por un tema relacionado con haber sido padre y tal, he tenido que racionar la cantidad de conciertos a los que asisto, por lo que tengo que seleccionar muy bien en qué dejarme los dineros de las entradas y de los canguros. La última vez que vi a Brian May y a Roger Taylor en directo fue en la anterior gira que hicieron junto a Paul Rodgers (¡joder! lo acabo de buscar y ya hace… ¡ocho años! de aquel concierto). No diré que aquel fue un mal concierto o un mal espectáculo, ni por asomo, pero el gusto que quedó en la boca después de la actuación fue muy muy neutro. Me lo pasé bien y ya, sin más.
Es por eso que cuando se anunció la gira de este año, al ver que venían a Barcelona junto a Adam Lambert, un tipo que sólo sabía de él que había quedado segundo en “American Idol” (una suerte de “La voz” pero con músicos y cantantes de verdad), pues mi primera reacción fue “bufff”. Pero por suerte, dos nanosegundos después, mi mano ya estaba rebuscando la tarjeta de crédito en mi cartera para pagar las entradas.
Antes de continuar dejadme dejar clara una cosa. Sólo hubo y habrá un Freddie Mercury, y punto, esto es una verdad universal inamovible y eterna. Su presencia y personalidad eran únicas, irrepetibles y su voz a día de hoy para mí continua siendo un misterio insondable. Dicho esto, ahora no vengáis con rollos de que si Freddie es mejor que Adam, que si esto no es Queen, que si a mi no me gusta que hagan playback en la parte operística del “Bohemian Rhapsody” (lo han hecho siempre joder) y otras polleces. Freddie no volverá jamás, pero por mucho que al garrulo musical medio le pese, Queen no era solamente Freddie Mercury. Era el 25% de una formula mágica y prácticamente perfecta, pero lo era por que combinaba perfectamente con el otro 75%. Mercury nos dejó y John Deacon decidió muy honorablemente dejar Queen si Freddie no estaba, y el resto decidió continuar. Y así es como ese 50% de la fórmula se nos presenta y yo, personalmente, doy gracias al dios de la música por ello.
Y así es como junto a mi mano nos plantamos en el Palau Sant Jordi de Barcelona el pasado 22 de mayo. Y os puedo asegurar que desde que empezó a sonar el playback de “Flash” con las cortinas bajadas hasta que sonó la última nota de “We are the champions” pasamos dos horas de éxtasis musical. La descarga de temazos hizo que no parásemos de saltar, cantar, gritar y emocionarnos canción tras canción. Me es muy difícil centrarme en temas en concreto ya que el gozo fue máximo. Pero sí que destacaré algunas cosas.
Brian May sigue muy en forma a pesar de que ya no es aquel guitarrista de precisión quirúrgica. Pero yo creo que no es por haber perdido habilidades o capacidades, simplemente si lo comparas con actuaciones de antaño actualmente lo ves mucho más relajado y alegre. Supongo que la visión de los años nos da la visión de la relatividad, de lo futil de la existencia y de la broma que representa nuestro paso por el mundo. ¿Para qué preocuparse por la perfección? Lo bueno es el camino hacia ella, «anyway the wind blows…». No me malinterpretéis, no quiero decir que May sude la polla de tocar bien, toca bien, muy bien, pero sin agobios, no sé si me logro explicar. Sea como sea siempre es un placer ver al doctor en astro física marcarse su sólo de guitarra con delays y otras marcas de la casa precedido por lo que pareció ser un claro guiño a lo que captan los radiotelescopios escaneando el universo en busca de vida.
Roger Taylor sigue siendo la máquina rítmica que siempre ha sido, y continua, a día de hoy, luciendo una estupenda voz, la misma que se marcaba los agudos más extremos en las canciones de Queen. Si hay algo que he admirado siempre son a los buenos baterías, y si estos a su vez son capaces de cruzar las líneas rítmicas de su instrumento con las de su voz al cantar, pues ya el grado de admiración es máximo. Taylor siempre fue la voz perfecta para hacer los coros a Freddie Mercury en los directos. Hoy en día sigue estando en esa tesitura y, a parte y por suerte, podemos disfrutar de sus instantes de gloria vocal como cuando interpretó “Days of our lives”, uno de los momentos más emocionantes y nostálgicos del show. A destacar también la presencia como percusionista de su hijo Rufus Taylor, un batería que seguramente no hará tanta historia como su padre pero al que como mínimo iguala en habilidades rítmicas. Junto a él se marcan a mitad del concierto un duelo de ritmos de batería bastante espectacular. Es curioso como en los extras del mítico concierto de Wembley Taylor declaraba que el pasaba del rollo de hacer solos ya que pasaba de estar tocando mientras la gente se iba a buscar cervezas aprovechando “la pausa”… Supongo que la edad da visiones diferentes de las cosas en función de lo que vas viviendo o necesitando…
Y llegamos a Adam Lambert. ¿Qué decir de él? Pues que para mí es un perfecto ejecutor de la música y del legado de Queen. Su técnica vocal es espectacular, ya declaró Brian May que superaba a la de Mercury (¡ojo! “técnica vocal” no es igual a “voz”, si no entiendes la diferencia pasa este párrafo ya que te vas a marear), y su actitud sobre el escenario es perfecta. Su puesta en escena provocativa, chulesca y exageradamente glam consigue que te teletransportes a una época en la que lo que molaba del rock era la actitud, el desfase y exceso escénico. No como en la actualidad, donde parece que si no eres un puto emo torturado porque tu mamá no te deja jugar al maincraft no puedes ser un creativo solvente. Queen es diversión y exaltación de la vida y sus momentos de desfase, pero a la vez es introspección sincera y quizá en algunos momentos traumática, pero siempre de cara, sin artificios futiles. Lo queremos todo y lo queremos ya, dame pollo frito porque… ¿quién quiere vivir para siempre?
Y no, Adam Lambert y Freddie Mercury no se parecen en nada, ni el hecho de compartir tendencias sexuales los hace más parecidos que un huevo a una castaña, y a pesar de todo, Lambert se convierte en una reina sobre el escenario que se viste con la música de Queen y que se desnuda frente al público hasta dejarlo extenuado. Adam lo ha entendido, ha sabido crear su papel dentro de la historia de Queen y sólo podemos celebrarlo. Y todo esto lo hace sin un atisbo de querer imitar en manera alguna a Mercury, Freddie era Freddie y en ningún momento vemos sobre el escenario a un imitador, lo que vemos es la cuasi perfecta simbiosis entre la historia, la música de Queen y un chaval que ha sabido hacerse un hueco dentro de esa inmensidad.
No sé si ha quedado demasiado claro lo que me pareció el concierto, es por eso que os haré un pequeño resumen: ¡fue la puta caña! En serio, hacía muuuucho que no me desgañitaba canción tras canción saltando como un loco. La magia de Queen me poseyó. La magia de Queen me transformó durante dos horas. ¿Sabéis cuál es la mejor sensación que te puede dejar un concierto cuando este se acaba? Que al día siguiente desearías volver a asistir. Yo hubiese vuelto a asistir al concierto a los cero coma cero un segundos tras su finalización. Sólo me resta acabar diciendo… Gracias Freddie por todo lo que nos diste (pero joder, te podrías haber quedado un ratito más). Gracias John por ser un tipo con criterio propio (y como me jode que seas uno de los músicos más infravalorados de la historia de la música moderna). Gracias Brian y Roger por continuar con la historia (y per ser unos cracks y todo lo que se os presupone). Gracias Adam por entenderlo, hacerlo bien y hacerlo fácil (y por el enorme respeto que demostraste hacia Freddie y su legado). Y finalmente gracias a Queen, gracias a la diosa fortuna que hizo que la magia fluyera a través de cuatro tipos que nos llenaron con tanta y tanta felicidad a través de eso que muchas veces y a priori parece tan banal: la música.
Tomad la medicación…
(todas las imágenes del concierto que incluye este post pertenecen a Gonçal Perales, que ha autorizado al autor para hacer uso de ellas. Aquí podéis acceder a su cuenta de Instagram)