Objetos de culto: los sacapuntas

Recuerdo que durante mis años de E.G.B., en la escuela donde pasé la mayoría de mi infancia, estaba totalmente prohibido el uso de bolígrafos para realizar tareas escolares. ¿Los motivos? Pues en ese momento eran totalmente incomprensibles para mi, yo creía que lo hacían para hacernos rabiar, castrar nuestra imaginación y fomentar el deseo de aprobar para que al llegar a BUP o a la FP, pudiésemos por fin utilizar tinta indeleble sobre papel blanco. Ahora, con los años, me parece intuir que básicamente lo hacían para evitar que un ejercito de madres montadas en cólera por las manchas, precisamente indelebles, que podían provocar los bolígrafos en la ropa , tomase las aulas con una desmesurada violencia extrema, para pedir la inmediata ejecución del director o, en su ausencia, de sus más allegados miembros del staff escolar. Podríamos decir que la prohibición de los bolígrafos respondía a una necesidad de evitar altercados en la escuela y, a la vez, estaba impuesta con un claro afán de salvar vidas.

La alternativa a los bolis eran, como ya sabréis viejunos, los lápices. Hoy no os voy a hablar de ellos, si no del compañero inseparable que, por obligación estructural y funcional, los tenía que acompañar siempre: el sacapuntas. Recuerdo 4 tipos básicos que , si os apetece seguir leyendo, repasaremos a continuación. Antes de eso permitidme hacer un par de apuntes. A parte de los objetos en si mismos recuerdo como si fuese hoy el maravilloso aroma que desprendían los lápices justo después de sacarles punta. Un olor intenso a madera fresca que se colaba por la nariz y que persistía durante un largo rato en los receptores olfativos. Ese olor, por simpatía, impregnaba los sacapuntas haciendo que estos conservasen permanentemente el aroma a, podríamos decir, naturaleza. Y comentaros también que donde yo vivo, se utilizaba más el término «maquineta», de originen catalán, para referirse al sacapuntas a pesar de que estuvieses hablando en castellano. Es una palabra que encuentro preciosa.

Pero vayamos al lío. Empecemos el repaso con:

El sacapuntas (o maquineta) portátil de mano:

El modelo estandard que todo hijo de vecino tenía que llevar siempre en su estuche o plumier. Era, y es, un objeto de una sencillez extrema donde gracies a un agujero en forma de cono, una cuchilla y las vueltas que le dabas al lápiz conseguías una punta perfecta. Corrías el peligro de pasarte de vueltas y romper la punta dentro de la «maquineta». Esto podía desembocar en dos finales. Uno muy feliz donde con dos toques suaves la punta rota salía fácilmente. Y otro terrible donde la punta rota, que parecía cobrar consciencia de si misma, se aferraba al fondo del sacapuntas por mucho que lo golpeases y/o zarandeases. En tal caso el sacapuntas quedaba totalmente inutilizado hasta que con la ayuda de otro lápiz, al cual muchas veces acababas rompiéndole la punta entrando así en un bucle atroz, conseguías sacar por la parte externa la punta rota, o hasta que un adulto te desmontaba la cuchilla y se podía hacer más palanca.

Se vendían repuestos para la cuchilla pero al menos yo jamás llegué a desgastar tanto una como para tener que cambiarla. Eso era porqué los sacapuntas de este estilo tenían la característica añadida de que eran increíblemente fáciles de perder, por lo que rara vez llegabas a utilizarlos tanto.

En cada clase había también el típico listo al que sus padres jamás le compraron un sacapuntas y que siempre lo iba pidiendo. Eso había llegado a desembocar en épicas peleas en medio de clase, y todo por el afán avaro de unos padres al querer ahorrarse el ridículo precio de un sacapuntas:

– Me pasa el sacapuntas

– No

– Va hombre déjamelo

– No que és mío.

La quinta frase normalmente no llegaba a materializarse, lo que sí aparecía era el primer mamporro o colleja. Y a partir de aquí, el horror.

El sacapuntas (o maquineta) portátil de mano DOBLE:

Con un diseño industrial calcado al anterior se trataba del mismo sacapuntas preparado para realizar su función en lápices de dos diámetros diferentes. Útil quizá para los plastidecors y otras ceras varias, pero su principal utilidad era el de marcar estatus. Si tenías uno de esos era para vacilar delante de los compañeros de clase. Primero tenías que convencer a tus padres de que era algo necesario. «Que sí papa, que en clase todos lo tienen y siempre tengo que estar pidiendo uno» Esta frase llevaba implícita un chantaje emocional ya que, debido a que las terribles peleas provocadas por pedir sacapuntas se habían hecho famosas entre los padres, ningún progenitor deseaba que su vástago tuviese que pedir una prestada. Misión cumplida, ahora solo te quedaba dejarlo disimuladamente en tu lado del pupitre y esperar.  Podían pasar minutos o horas, pero al final siempre alguien se fijaba:

– ¿!¿!¿Tienes una maquineta DOBLE?!?!?

– Sí

– ¿Me la dejas?

– Se mira pero no se toca

– Vaaaaaa… déjamela

Aquí, si el incauto demandante llegaba a rozar tu maquineta doble, era cuando de nuevo tu instinto de supervivencia te hacía defender tu propiedad de la manera más encarnizada posible, irracional quizá, pero es que nadie tocaba el sacapuntas doble de nadie sin pagar las consecuencias. Así era la ley no escrita, y se tenía que respetar.

Sacapuntas de cuchilla

Más que un sacapuntas estos eran directamente una arma muy peligrosa. Yo soy muy torpe, lo reconozco, y jamás logré hacer punta correctamente a un lápiz con uno de estos. Estuve más cerca de rebanarme el dedo que de poder escribir con un lápiz bien afilado. Su cuchilla, a diferencia de la de los otros sacapuntas, estaba totalmente al aire y cortaba, vaya si cortaba, parecía forjada por el mismísimo Hattori Hanzo. Dos de cada diez visitas a los servicios públicos de urgencias en los años 70 y 80 eran provocadas por accidentes relacionados con este sacapuntas. Un objeto salido de una mente perturbada que seguramente tenía como objetivo acabar con la especie humana acabando con sus cachorros introduciendo esta abominación en las aulas.

Pero a pesar de todo tenía una ventaja, una única ventaja. Nadie te lo pedía, y si alguien lo hacía la situación resultante era algo parecido esto:

– Me dejas el sacapuntas

– Si problema, cójelo tu mismo – nótese la diferencia de actitud y la seguridad del que habla

Aquí es cuando el pobre pardillo veía tu sacapuntas de cuchilla e irremediablemente empezaba a temblar y a producir sudor frío. Entre balbuceantes sonidos guturales era cuando oías:

– Ess iggguuu-…al… déj j jj jjj ja lo….grrrrrrrraaa…ciciiiii…asss.

A lo que contestabas altivamente:

– Vale.

Podemos resumir diciendo que era un sacapuntas bastante inútil pero que evitaba peleas, golpes y contusiones.

Sacapuntas de sobremesa

Este era el santo grial de los sacapuntas escolares. Era un objeto místico, de extraña, sugerente y atractiva forma que normalmente se encontraba montado en el borde la mesa del profesor. Y era del profesor. La mayoría de ellos era reacio a dejarlo a los alumnos. Era su objeto más preciado y  les acompañaba durante toda su carrera profesional. Lo desmontaban a final de curso y yo me imaginaba que se lo llevaban con ellos de vacaciones para compartir sus momentos de ocio con sus sacapuntas high-tech. Me imaginaba a los profesores bañándose en la playa, comiendo una paella o subiendo a una montaña siempre, con sus sacapuntas de sobremesa.

A pesar de todo, si eras uno de los elegidos, y el profesor tenía un buen día, podías llegar a sacar punta con uno de estos. Recuerdo una de las pocas ocasiones en las que logré hacerlo. Estábamos realizando ves a saber qué tarea, un día de invierno, próximo a las navidades. El ambiente era frío y por las ventanas podías ver a los operarios que colgaban las luces de navidad en la calle frotándose las manos para entrar en calor. En el aula no teníamos calefacción pero al ser cuarenta y pico mocosos encerrados en clase, el propio calor humano condensado hacía que no tuviésemos demasiado frío. De repente me di cuenta de que la punta de mi lápiz había llegado a un punto en el que escribir era prácticamente imposible. Rebusqué mi sacapuntas en mi plumier y no lo encontré. ¡Maldición! Lo había vuelto a perder. A mi derecha, mi compañero de pupitre tenía uno de los dobles sobre el tablero, pero a mi no me apetecía pelearme esa mañana. Sabía que el que se sentaba más cerca de mi en el pupitre de la izquierda tenía uno de cuchilla y tampoco me apetecía acabar ese día en el hospital. Así que me armé de valor, me levanté y me acerqué a la tarima donde estaba la mesa del profesor con mi lápiz despuntado en la mano. Estaba nervioso y mi ritmo cardíaco y mi respiración se aceleraban a medida que avanzaba. Cuando llegué, me armé de valor y dije:

– Paco – el nombre del profesor.

– ¿Qué quieres? – su voz sonaba distante taxativa.

– ¿Puedo hacer punta? Es que he perdido la maquineta.

Las miradas se cruzaron durante lo  que me pareció un siglo. Pero milagrosamente los ojos de Paco, si ninguna razón aparente, tornaron su inicial postura amenazante hacía una dulce mirada. Y estas fueron las increíbles palabras que dijo:

– Sí, claro.

Incrédulo y emocionado coloqué el lápiz en su receptáculo y empecé a darle vueltas a la manivela mientras presionaba ligeramente el lápiz. Las vibraciones de la cuchilla interna al cortar la madera me atravesaban y me hacían sentir bien. Estuve sacando punta durante un tiempo infinito, disfrutando de cada segundo y viviendo intensamente cada instante. Una voz me sacó de mi estado próximo al nirvana:

¡Quieres parar ya! – decía Paco sin ya tanta amabilidad – Si no te queda casi lápiz!

Efectivamente tenía razón. En mi ensoñación lapicera había perdido la noción de las medidas y había rebanado más de la mitad del lápiz. Pero no me importaba, lo había logrado, era un ser tocado por la providencia… había utilizado el sacapuntas de sobremesa.

Fuera del aula: Los afilalápices Playme

Al principio os he dicho que os hablaría de cuatro tipos de sacapuntas, pero permitidme que recuerde también estas joyas del diseño. La razón por la que separo estos sacapuntas de los anteriores es que prácticamente nunca se veían en las aulas. Eran objetos de colección que normalmente se quedaban en casa y que se utilizaban solo en casa. Personalmente yo tuve, y de hecho sigo teniendo, estos dos, la radio y el piano:

 

 

 

 

 

 

 

 

Pero existen innumerables modelos, tipos y colecciones. La empresa valenciana Playme produjo estas obras de arte entre 1969 y 1982, y si queréis ver gran parte de su extenso catálogo, así como su historia detallada os recomiendo que visitéis este enlace que os llevará a la página del coleccionista Albert Gironés, un apasionado de estos objetos.

¿Y vosotros qué viejunos? ¿Recordáis aventuras como las mías relacionadas con los sacapuntas? ¿Tenéis otros recuerdos? En Retro Memories queremos saberlo.

Tomad la medicación…