Las inyecciones, el horror.

Si tuviese que mentar el peor objeto que mi memoria ha conservado a lo largo de los años… si tuviese que retro-traerme de nuevo a los peores momentos de mi vida… si tuviese que renunciar a los resultados positivos de largas y espesas sesiones de terapia post-traumática… En definitiva, si os tuviese que hablar sobre mis peores pesadillas durante mi infancia y hacer una mezcla de todo lo que os he dicho hasta ahora, os hablaría sobre las inyecciones.

De pequeño fui el típico niño alérgico a todo lo que se podía encontrar en el aire, esto provocaba que cada dos por tres estuviese en cama con fiebre, dificultad para respirar, etc… (y por si fuera poco a parte me provocaba enfermedades al experimentar con el Quimicefa como os expliqué hace un tiempo aquí) ¿Y cúal era la solución que la avanzadísima medicina de finales del siglo XX me ofrecía? Pues una cantidad ingente de agujas hipodérmicas insertadas en una jeringuilla de cristal y metal que a su vez estaba cargada hasta los topes de antibióticos, vacunas, analgésicos y en el peor de los casos de Gamma-globulina, la inyección más dolorosa de todas las que recuerdo:

La liturgia de las inyecciones me aterraba y el ejecutor de las mismas aún me aterraba más. En aquellos días yo vivía en un cuarto piso, sin ascensor y sin telefonillo. La puerta de acceso al edifico estaba siempre abierta (y lo estuvo hasta que el número de yonkis por metro cuadrado aumentó de manera exponencial, pero dejo esa historia para otro momento) y era costumbre en aquel entonces que el «practicante» pasase a domicilio a martirizarte con su colección de agujas. Si hacéis los cálculos os daréis cuenta de que yo no me enteraba de la presencia del oscuro ser en el edifico hasta el último momento, el momento en el cúal sonaba el timbre de la puerta. Apenas una décima de segundo después yo ya era consciente de lo que estaba pasando y de lo que me iba a pasar en los minutos siguientes. Un sudor frío y más húmedo de lo normal me recorría el rostro y la espalda mientras en el interior de mi mente solo se oían las palabra «¡corre! ¡huye!» de manera repetitiva e insistente. ¿Y quién era yo para desobedecer a mi cerebro? Como si de un resorte automático se tratase mis piernas ponían pies en polvorosa en cuestión de nanosegundos intentando encontrar el escondite más eficaz para evitar que tanto el demonio venido de la calle como mi madre me encontrasen. Os aseguro que lo intenté todo, arrastrarme por debajo de la cama de mis padres, intentar hacerme caber dentro de un armario ropero, encerrarme en la cocina, huir al terrado comunitario… Todo era en vano. Cual inocente cervatillo acosado por un temible depredador era acechado, cazado e inmovilizado a la espera de que el tenebroso ritual del «practicante» siguiese su inexorable devenir. Por cierto, siempre me pregunte: ¿»practicante»? ¿»Practicante» de qué? ¿De lanzamiento olímpico de jeringa? ¿Practicante de infligir dolor desmesurado? ¿O era acaso mi culo un campo de prácticas? Realmente las lenguas están llenas de extrañas acepciones que hacen que las palabras muchas veces resulten turbadoramente misteriosas.

Pero sigamos, en esos momentos previos al dolor final eran los peores de todos. Con toda la parsimonia del mundo, y acabando de apurar las últimas caladas de un cigarrillo de tabaco negro, el verdugo exponía sobre la mesa todo el arsenal de aberraciones que necesitaba para llevar a puerto su cometido. Una jeringa de vidrio con el émbolo metálico, una colección de agujas de diferentes longitudes y diámetros, una pequeña sierra, un vial con suero y el principio activo a ser inyectado. Mis oídos aún se estremecen hoy en día al escuchar algo metálico rozar con algo de cristal, era el sonido que la sierra provocaba al cortar el vidrio del vial de suero. Todo terminaba con un «clic». Mis llantos en aquel momento alcanzaban volúmenes épicos, sabía que no había vuelta atrás y que estaba perdido. El practicante mezclaba el principio activo con el suero y cargaba la jeringuilla con el mejunje resultante. En ese momento otro de los sonidos del horror: los golpes para hacer salir los restos de aire de la jeringa y el inevitable chorro final que indicaba que todo estaba ya dispuesto.

Un último momento de respiro al notar el algodón húmedo de alcohol rozar mi piel y la terrible frase: «Tranquilo, no te va a doler, no hagas fuerza, va… que cuento hasta tres»

Yo pensaba: «Lo llevas claro chaval, voy a hacer tanta fuerza que la aguja saldrá rebotada con tanta fuerza que se va a clavar en el techo».

Y empezaba la cuenta: «Uno, dos…» El maldito mentiroso siempre me la colaba, jamás llegaba a tres, siempre clavaba la aguja en el dos y medio… Seguro que a vosotros también os engañaron vilmente con esta táctica.

Nunca llegué a hacer rebotar del todo la aguja, pero os aseguro que mis glúteos consiguieron en más de una ocasión hacer tanta fuerza que el «practicante» tuvo que repetir la operación… cosa que me hacía sentir muy orgulloso pero que a la vez solo hacía que alargar la agonía.

Me siento muy identificado con este compañero de fobias oriental

Una vez que la aguja estaba clavada el dolor era máximo. Un dolor intento y desagradable que a cada segundo que pasaba aumentaba de manera exponencial, y cada segundo parecía una hora, y cada hora una eternidad. Mientras el líquido bañaba mi interior mis sollozos, llantos y lamentos ensordecían a toda la vecindad, pero de nada servían, el «practicante» era un ser sin corazón que no se dejaba amedrentar por el sufrimiento ajeno, es más, estoy convencido que disfrutaba con él y por eso había elegido aquella profesión.

Al retirar la aguja de nuevo la sensación de alcohol humedecido sobre la piel y el dolor se tornaba en algo diferente, un dolor constante que se mantenía largo rato, incluso durante días, y que en algunos casos me hacía caminar como Lucky Luke.

Finalmente mi madre terminaba la transacción comercial con el «practicante» y amablemente se despedían con un aterrador y amenazante «¡Hasta pronto!» Ese era el peor de todos los finales, el final que te dejaba bien claro que aquello no había terminado, el final que no era un final, el final que era un continuará, el final que me provocó pesadillas y noches de insomnio durante años. Sabía que el «practicante» volvería y que no había nada que yo pudiese hacer. Era mi sino, mi maldición y mi destino.

¿Cómo vivisteis vosotros viejunas y viejunos las inyecciones? ¿Os traumatizaron tanto como a mí?

Hoy más que nunca… tomad la medicación…