Os he de confesar una cosa viejunos: Jamás utilicé estas pegatinas para lo que están hechas. De hecho, durante muchos años, su utilidad fue todo un misterio para mí. Ahora sé que sirven para reforzar o arreglar los agujeros que se hacen al papel (nota mental 1: hacer un día de esto un post sobre los agujeadores de papel) para poder introducir las míticas anillas de metal (nota mental 2: hacer un día de estos un post sobre las anillas de metal). Seguro que vosotros, queridos y queridas ancianas ya sabíais todo esto al ver la foto, pero yo he de admitir mi ignorancia total al respecto.
No las necesité jamás y esto pudo venir dado por una de estas dos posibilidades:
a) Yo, de pequeño, era tan cuidadoso, ordenado y pulcro que jamás tuve la necesidad de reforzar ni arreglar ningún papel agujereado de mi propiedad.
b) Yo, de pequeño, era tan zarrapastroso, descuidado y guarrete que me la traía al pairo que mis papeles se cayesen continuamente de los archivadores y que, consecuentemente, se arrugasen y ensuciasen. Por tanto jamás tuve la preocupación ni la inquietud de conocer un objeto reparador de mis maltrechos agujeros (me refiero a los del papel, malpensados)
Desgraciadamente la medicación que me administran las amables enfermeras del asilo me nubla tanto la mente que no puedo recordar con claridad algunas cosas. A pesar de ello, si tuviese que apostarme el medio riñón que me queda, el que sobrevivió a comer porquerías como estas, lo haría por la opción B.
Hoy os quería hablar de mi trágica experiencia con las arandelas adhesivas. Os quiero explicar una historia de acción, violencia, amistad y traición. No, jamás las utilicé para reparar un agujero, pero estuve a punto de conseguir ser el rey del patio gracias a ellas.
Aquí es donde empezó todo:
Estas, viejunos, son las escalera para acceder al patio «nuevo» (habían otros) del cole donde cursé EGB (os prometo que es verdad, son ESTAS), recordadlas. Era una mañana soleada del típico día de mayo próximo a las vacaciones, sobre las 11 de la mañana: la hora del recreo. En el patio estaba todo el mundo colocado en su sitio. Los matones al lado del columpio vacilando a los gordos (perdón, niños con un ligero sobrepeso) y a los que llevábamos gafas, los chulitos futboleros jugando con la pelota de naranjito, los freaks del básquet jugando con una pelotita de papel de plata, los empollones haciendo deberes… (¿podéis creerlo? La hora del recreo y aquellos nerds trabajando) Yo siempre fui un poco outsider, como Bruce Wayne pero venido a menos, y ese día daba vueltas por las escaleras con la mente centrada en mis cosas. Cuando de repente, frente a mi, en el primer escalón de la escalera encontré una hoja de arandelas adhesivas. Algo así como esto:
¡Madre mía! ¿Qué era ese extraño papel satinado que me acariciaba la piel? Lo toqué, lo olí y hasta lo lamí por si era algo comestible, pero resultó que no. Al cabo del rato de experimentación vi que si hacía como con las pegatinas de los bollycaos los pequeños círculos de plástico se separaban de la hoja principal logrando así tener una especie de anillo místico, un anillo translúcido hecho de lo que parecía un material venido de la mina más profunda de Kripton, un Anillo para gobernarlos a todos… un Anillo para encontrarlos… un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas. Muhahahahaha.
– ¿Qué es eso?
La voz de Xavi, un compañero de clase me sacó de mi alucinación tolkieniana.
– Nada, nada… no es nada
– Vaaaa, enseñamelo – insistió.
Xavi era un buen chaval y éramos bastante colegas, con lo que, a pesar de mis reticencias iniciales, acepte enseñarle mi tesoro (nota mental 3: un día tengo que hacer un artículo de la versión de dibujos animados de el señor de los anillos)
– ¡¡¡¡Como mola!!! ¿Qué es?
Baje mi mirada y con voz grave (lo más grave que podía ser con 6 o 7 años) dije:
– Xavi, creo que esto es algo especial. Algo que estaba destinado a encontrar. – lentamente fui levantando la mirada hasta encontrarme con los ojos expectantes de mi amigo – Algo que nos hará a ti y a mi terriblemente populares. La gente se peleará por estar a nuestro lado, querrán que los saludemos y nos darán sus meriendas… Esto Xavi, es la marca de mi banda y tú, si quieres, serás el primero en unirse a ella.
La mecánica que nos inventamos para ser miembros de nuestro grupo era bastante sencilla. Teníamos que pegar una de las arandelas al reverso de nuestra mano y ya está. El problema estaba en evitar que nuestras madres nos obligasen a lavarnos las manos, y si finalmente lo lograban teníamos que ser lo suficientemente hábiles como para despegarla, guardarla en un sitio seguro, cumplir con nuestras obligaciones higiénicas y finalmente devolver el preciado símbolo a su lugar de origen.
Conseguimos un par de adeptos más para la causa, Dani y Luis, y les entregué sus correspondientes insignias.
Con los días el pegamento se iba debilitando y ensuciando y temíamos perder nuestras arandelas. Pactamos que repasaríamos con un rotulador el contorno de la pegatina por si ocurría alguna desgracia y así poder demostrar que éramos miembros de nuestra organización. Tambiém acordamos que se entregarían nuevas pegatinas en sesión asamblearia si estas, por el uso, quedaban inutilizables.
Entonces llegó el día que lo cambió todo. Un día negro, fatídico y triste que acabó con nuestra organización.
Estábamos la banda al completo en el recreo reunidos discutiendo sobre posibles acciones futuras, había llegado el momento de pasar a la acción. Planeábamos una revolución que hubiese hecho tambalear los cimientos mismos de la institución escolar, íbamos a cambiar el mundo. Se podría ir al cole sin bata, los abusones recibirían correctivos taxativos, por decreto ley la escuela tendría que proporcionar una pantera rosa a cada alumno para desayunar, regularíamos e controlaríamos el intercambio y el tráfico de cromos… Hacía el final de la «reunión» saqué mi hoja de arandelas y aprovechamos para contar cuantas quedaban, todo iba perfectamente, aun quedaban bastantes. Entonces, casi sin darme cuenta, uno de los chulines más altos y fornidos del patío se plantó delante mío y me preguntó:
– ¿Qué es eso que tienes en la mano?
– Nada, nada… no es nada – viva la originalidad de mis respuestas en aquellos días.
– Que te digo que ¿qué es eso?
– ¡Quita hombre que no es nada!
– ¡Dámelo!
– ¡No!
– ¡Que me lo des! – aquí llego el primer empujón
Turbado, con la mente excitada y los nervios a flor de piel lo vi claro. Había llegado el momento de que la pandilla actuase. Era el momento que mis chicos y yo le diésemos una lección al matón de turno. Juntos como la Patrulla X, como los Vengadores, como Batman y los Outsiders, como en las Secret Wars, como los scouts de El Valle Secreto… Lentamente me giré hacia mis compinches y tenía claro lo que les iba a decir: «Xavi, Dani, Luis… ¡¡¡A por él!!!»
Al acabar mi giro vi que mis fieles compañeros ya no estaban. Hacía rato que se habían esfumado dejándome a la suerte de mi destino. Cobardes. Me pareció verlos, a ellos o a sus sombras, correr en dirección opuesta a la mía muy, muy a lo lejos… Tampoco tuve demasiado tiempo para buscarlos con la mirada. Ya os podéis imaginar como acabó la cosa. Solo os daré un par de detalles:
a) No seguí de pie demasiado rato más, aquel niño tenía, para la edad que teníamos, un problema de superdesarrollado corporal, me sacaba más de una cabeza a lo alto y otra a lo ancho.
b) No coservé mi lámina de arandelas adhesivas. Aquel rufián imberbe me las afanó.
Y así, abatido, sin posesiones ni compañeros acabé mi primer y único intento de liderar una pandilla. Pero últimamente estoy planteándome una segunda oportunidad. Quizá ahora sí. Quizá en el ocaso de mi vida sea el momento de retomar las riendas de sueños pasados y organizar la mayor de las bandas vista hasta la fecha. Dominaríamos las calles y acabaríamos con todos los matones de manera fulminante. Las chicas (ahora ya viejunas) se morirían por dar una vuelta en con nosotros en taca-taca y seríamos portada de todos los informativos, periódicos y webs de mundo.
Qúe me decís ¿Os unís a mi viejunos? ¿Queréis lucir una de mis arandelas? Invitados estáis.
Tomad la medicación…