Como ya os he confesado alguna que otra vez, a pesar de que poseo alguna que otra habilidad que me hace estar en la franja media del nivel intelectual humano, mi escasa, nula, e inexistente psicomotricidad fina me ha impedido siempre poder proyectar sobre la realidad física aquellas ideas (pocas) que me han venido a la mente más allá de poder dibujar la cara de vuestro retrato con un seis y un cuatro. Resumiendo, que soy muy malo en todo lo referente a las artes plásticas. Cuando de pequeño en la escuela me hacían fabricar con mis manos el consabido cenicero para regalar el día del padre, jamás logré hacer algo parecido a esto:
Si no más bien a esto:
O lo que es lo mismo: el cenicero antes conocido con el nombre de «un buen mojón».
Supe que mi padre me quería el día que me di cuenta de los esfuerzos funambulistas que el pobre hombre realizaba para poder hacer que un cigarro y su ceniza se mantuviesen más de un segundo sobre semejante engendro. Gracias papá, no por lo de fumar sino por lo de quererme.
Pues bien, tal y como os explico esto también os digo que estoy convencido de que yo no soy, ni era, el único negado. La prueba irrefutable es que a lo largo de los años aparecieron en el mercado toda clase de objetos que tenían el claro fin de ayudar a los poco dotados (artísticamente, que os conozco) como yo. El primero fueron las reglas con plantillas de formas geométricas, sinuosas, o con el contorno de las letras mayúsculas para poder hacer unos títulos dignos en los trabajos escolares:
Parecía que había llegado una solución a mis problemas. Por primera vez podría enseñar con orgullo algo dibujado por mí. Pero lo que no sabía era que el futuro me estaba preparando algo incluso mejor. Hubo una primera evolución que llegó para alucine de todo aquel que pudo observar tal maravilla de la técnica: el espirógrafo, que era una vuelta de tuerca a a las plantillas plásticas geométricas, ya que, al diseño recto o curvo de las formas básicas alguien agraciado con una infinita sabiduría añadió una nueva dimensión al invento: el movimiento. Con el espirógrafo incluso los negados como yo podíamos crear arte superlativo, formas inimaginables hasta el momento y sentirnos, por primera vez, artistas. Era así:
Y esto era lo que podías llegar a hacer.
¡Si podrían ser tranquilamente diseños aplicables a la arquitectura del planeta natal de Superman!
El problema estaba en las ingentes cantidades de papel necesarias para realizar los dibujos y en que éstas entraban siempre en conflicto con el presupuesto familiar dedicado a la compra folios.
Por aquel entonces también se empezó a rumorear entre los compañeros de mi clase que alguien tenía un amigo, que decía que tenía un conocido, que a su vez tenía un primo, el vecino del cual poseía algo que era una especie de pizarra de color rojo que de una manera mágica, al mover unos controles circulares que tenía en la parte baja de su frontal, un lápiz invisible dibujaba sobre una superficie dorada. Incluso había quien decía que si le dabas la vuelta y lo sacudías, todo lo que habías dibujado desaparecía. Muchos pensaron: «Chorradas, eso no puede ser verdad». Pero se equivocaban. El Telesketch no tardó en llegar a prácticamente todos los hogares y se convirtió en el juguete preferido de miles de niños… menos para mí. Nunca conseguí dibujar nada más que lineas inconexas sin ton ni son. O lo que es lo mismo: deplorables expresiones de mi falta de gracia pictórica. No lo quise, y nunca me lo compraron, me traumatizaba la simple idea de compartir habitación, mi hábitat natural, con algo con lo que era tan malo.
Pero entonces ocurrió el milagro.
Alguien en algún lugar (seguramente remoto) del mundo tuvo la genial idea de juntar un espirógrafo con un Telesketch y así fue cómo nació el Skedoodle:
Recuerdo que apareció un día en casa. No sé si fue un regalo de cumpleaños, o si me lo compraron por sacar buenas notas (en tal caso no sería por las notas de plástica), o por lo que fuese, pero al principio mi reacción no debió ser demasiado positiva, me suena que mis padres se enfadaron por mi poco interés en algo que sus buenas perras les había costado. Aún puedo verme medio llorando en mi habitación, sentado en el suelo, al lado de mi nuevo y flamante Skedoodle pensando: «seguro que es un churro como aquello del Telesketch». Entonces ocurrió lo inesperado, un evento de aquellos impredecibles que solo pueden suceder gracias a la aleatoriedad del funcionamiento de la mente de un niño. Sea como sea, vete a saber bien bien porqué, miré las instrucciones que lo acompañaban y, poco a poco, me fui dando cuenta de que aquello no era como la porquería aquella de pantalla plana que te obligaba a saber dibujar. No, no… esto era diferente. ¿Plantillas? ¿Pantalla giratoria? ¿Una palanca central parecida a la que usaba D.A.R.Y.L. para pilotar su Blackbird? No tardé demasiado en rendirme y descubrir que aquello era el mejor invento artístico que hasta la fecha había llegado a mis manos. Funcionaba tal que así:
Un espirógrafo con Telesketch o un Telesketch con espirógrafo. Un p%&a maravilla. Y ese sonido, el sonido…
Al final todo cobraba sentido. La amalgama de un puñado de tecnologías que a priori nada tenían que ver, llegaron para rescatar mi incapacidad artística del eterno ostracismo. Y me enseñó a valorar lo efímero y volátil, el arte por el arte cobraba sentido en sí mismo al poder realizar con la pinza de mis dedos lo que para mí eran maravillas pictóricas. Fluxus en estado puro.
Pasé horas y horas dibujando, borrando y volviendo a dibujar. Fue lo más parecido a ser un artista que he llegado jamás. Mis quince minutos de gloria fueron gracias al plástico inyectado y teñido de rojo, negro y dorado del cual estaba hecho aquel Skedoodle. Nunca podré agradecer lo suficiente aquellos momentos.
¿Y vosotros qué viejun@s? ¿Erais más de Telesketch o de Skedoodle? ¿O acaso erais el/la tipic@ «niñoquedarabia» que dibujaba cual artista del renacimiento?
Tomad la medicación…