Si alguna vez admiraste el cine de acción de los años ochenta, lo disfrutaste y decidiste convertirte en uno de sus protagonistas este es tu post. Si te empollaste todos los números de la colección «Comando: Técnicas de combate y supervivencia«, fuiste un maestro en la técnica del «Tirón del escroto» y eras capaz de hacer fuego con el roce de de la piel de un plátano contra un trozo de madera, podría ser que sufrieses el mismo grado de estupidez que me llevó a mí a comprar los objetos sobre los que hoy hablaré. Si llegaste a comprar alguna de las cosas que puedes ver en la imágenes que acompañan estas palabras, definitivamente eres como yo. Mentando a los Dire Straits: no te abandonaré hermano de armas… pero sí que intentaré hacerte ver lo estúpido que hay detrás del deseo de poseer estos objetos.
Durante los últimos años de la década de los ochenta, hubo una carrera armamentística aceleradísima dentro de mi círculo de amistades. No es que fuésemos a hacer daño con estas cosas a nadie, os aseguro que éramos demasiado cobardes, pardillos e inofensivos para ello, se trataba de una cuestión de estatus, posesión y demostración de poder, algo que seguramente estaba alimentado por el nivel de testosterona que entonces regaba todas y cada una de nuestras, ya de por sí escasas, neuronas. Empecemos.
Boomerang
Trozo de madera que teóricamente, si lo sabías lanzar bien, volvía a tus manos después de haber realizado un vuelo elíptico. Hubo un momento en que Barcelona se llenó de objetos australianos. Seguramente influido por la película «Cocodrilo Dundee» algún avispado empresario decidió que había llegado en momento en que era imprescindible llenar las tiendas y las ferias de la ciudad de arte aborigen, señales de tráfico que advertían del peligro de poder cruzarse con un canguro (os aseguro que esto es súper útil en Barcelona), peluches de koalas, gorros de piel de ala ancha y, como no podía ser de otra manera, boomerangs. Recuerdo que insistí para que me comprasen uno hasta lograr la extenuación por agotamiento de las neuronas de mis padres. Éstos, al final, cedieron y conseguí mi preciado objetivo. La sensación de felicidad al conseguirlo fue inversamente proporcional a lo que sentí cuando intenté utilizarlo. Después de innumerables intentos de hacer que el boomerang volviese a mí, lanzamiento tras lanzamiento, llegué a la conclusión de que:
- Si en vez de usar un boomerang hubiese utilizado un trozo de palo de escoba, el resultado de mis lanzamientos hubiese sido el mismo: tener que ir caminando a recoger del suelo el inútil objeto.
- El dolor de unas buenas agujetas en los brazos es algo terrible, y cuando es causado por hacer el imbécil con un trozo de madera parece que el dolor se multiplique por cien.
Mi boomerang pasó directamente a ser un objeto de decoración que, a día de hoy, sigue expuesto en el salón de mi casa como recordatorio de lo imbécil que puedo llegar a ser.
Cerbatana
Si no conocéis Barcelona os comento que en Las Ramblas (otrora centro neurálgico de la ciudad y actualmente escaparate de guiris desprevenidos a la espera de ser atracados) hay muchas tiendas de souvenirs en las que podréis comprar desde camisetas falsas de vuestro equipo de fútbol favorito hasta sombreros mejicanos (¿sombreros mejicanos en Barcelona? Pues sí, la pela es la pela tú) y poca cosa más. ¿En todas? Bueno, cuando yo aún no peinaba canas en algunas de esas tiendas podías llegar a encontrar, si las tenías localizadas, otro tipo de objetos, la mayoría de ellos de dudosa legalidad pero de confirmada ilegalidad. Entre ellos estaban las cerbatanas.
La que yo compré venía en una funda de color negro a juego, se podía desmontar en dos partes y incluía, de serie, tres dardos. Como buen estúpido se me ocurrió que la mejor manera de probarla era en casa, a la luz del hogar, y pensando y pensando llegué a la conclusión que donde mejor se clavarían los dardos sería en alguna de las puertas de madera, concretamente en la del lavabo que quedaba justo al lado del comedor. Y acerté, os aseguro que los dardos se clavaban firmes y rectos y con una potencia bestial. Pero poco duró mi experiencia como «cerbatanero», de hecho fue tan corta como el tiempo que tardó mi madre en descubrir los agujeros en la citada puerta. Mi cerbatana acabó a las pocas horas de haberla adquirido en las oscuras, ruidosas e inexpugnables profundidades de la parte posterior de un camión de basura.
Shuriken
A todo estúpido le llega el día en el que le da por convertirse en un ninja. Yo no iba a ser menos. Inspirado por decenas de películas orientales, de las que no recuerdo el nombre, que han sido injustamente denostadas por críticos de medio pelo, y sobre todo influido por videojuegos como el imprescindible Shinobi, decidí que había llegado el momento de convertirme en un maestro en el arte del lanzamiento del shuriken, la deseado por todo imbécil «estrella ninja». En mi escuela hubo un momento en el que llegó a haber tráfico de shurikens, incluso tenía localizadas algunas tiendas de artes marciales donde poder comprar una estrella. Pero no, mi camino había de ser el del propio descubrimiento interior, el camino del estúpido que se hace a sí mismo, el cuidado de la gilipollez interna, la vela de mis tonterías más grandes y, cómo no, el de la confección de mis propias armas de combate cuál verdadero ninja. Así que me puse manos a la obra. Como algun@s (poc@s) recordaréis, hace un tiempo os hablé sobre mis Actos delictivos Juveniles y del que más me arrepentía era el de robar las chapas de las marcas de los coches. Pues bien, mi genial mente tuvo una brillante idea: ¿qué mejor para construir mi propia estrella ninja que coger las dos partes del logo de Citroën y engancharlas con loctite entre ellas por la parte de la punta superior?
Simplemente perfecto, ¿no? Pues no del todo, faltaba un detalle, las puntas y los filos eran romos. Así que como buen imbécil me dirigí a la cuchillería del barrio, entré con aires altivos, me quedé mirando al dueño del negocio y se produjo una conversación que vino a ser algo así:
– Hola, ¿qué quieres?
– Muy buenas, vengo a que me afilen mi flamante y nueva estrella ninja.
Aquí hubo unos segundos de silencio tenso, los mismos que tardó el buen hombre en examinar la pieza que le había dado, levantar la mirada y decirme:
– Tú eres tonto o algo, ¿no?
Entendí que aquello no iba a ir como yo había planeado.
– ¿Me la devuelve?
– Toma. Y no vuelvas nunca más por aquí.
Me fui a casa derrotado pero no vencido. Intenté probar mi estrella ninja contra la misma puerta que había utilizado como diana de mi cerbatana pero no se clavó. Mi madre, al ver el desconche en la madera provocado por mis lanzamientos me dio una buena colleja y empezó a valorar en firme la posibilidad de que necesitase ayuda psicológica. Finalmente, mi shuriken hecho a mano acabó en un camión de la basura parecido, sino el mismo, al que fue el nicho final de mi anterior arma.
Porra extensible
De origen similar al de la cerbatana (venta ilegal), creo que fue la compra más efímera de mi vida. Aprovechando un mediodía, saliendo del colegio, fuimos unos cuantos amigos a las Ramblas para ver qué material de estraperlo tenían nuestros amigos de la tienda de souvenirs. Aquello era nuevo, una porra negra extensible que plegada te cabía en un bolsillo. El no va más de la estupidez. ¿Para qué c$%&%$s quería yo aquello? Para nada, pero igualmente lo compré. De vuelta a la escuela aquella misma tarde, mientras subía por las escaleras parar ir a clase me paró el profesor de gimnasia y me preguntó:
– ¿Qué llevas ahí?
Bajé mi mirada hacia el bolsillo derecho de mi pantalón. La punta de la maldita porra sobresalía un poco (bastante). La cosa acabó con la porra requisada (no hacía ni dos horas que la tenía) y una nota de aviso para mis padres que, llegados a este punto empezaron a descartar la posibilidad de brindarme ayuda psicológica para empezar a pensar en la psiquiatría y el internamiento en alguna institución como única solución a mi estupidez.
Nunchakus
De los nunchakus solo quiero decir una cosa, la única lección que mi camino por la senda del guerrero finalmente me enseñó: intentar imitar los movimientos que hacía con ellos Bruce Lee puede ser peligroso y extremadamente doloroso para tus gónadas. Y no quiero añadir nada más.
Hubo otros objetos de deseo estúpido que otros poseyeron y que nunca logré tener. Básicamente fueron estos:



A pesar de no haber sido nunca una persona violenta (a excepción de la violencia gratuita con la premiaría a la gente con barba y que toca el ukelele, no puedo con ellos), a día de hoy aún me pregunto los motivos que nos llevaron a mí y a muchos otros a querer tener todas estas tonterías. Ni queríamos hacer daño a nadie ni sabíamos como utilizar todo este arsenal. Con la mirada puesta hacia atrás creo que lo dejaré en que bueno, lo dejaré en que todos tenemos que pasar por momentos y deseos estúpidos para poder valorar que lo son y de esta manera formar nuestro espíritu auto crítico y, de alguna manera u otra, ayudarnos a crecer y ser mejores personas. Pero… ¿os apuntáis a una partidita de paint ball?
Tomad la medicación…