Top 5 de los peores instrumentos de tortura de la clase de gimnasia

Cuando en la escuela no destacabas por tus resultados académicos en asignaturas como matemáticas, lengua o naturales, siempre te quedaba una pequeña salida a tu bajo nivel al presentar las notas a tus padres escudándote en las notas de una de estas dos materias: música o gimnasia. A priori eran incompatibles entre sí y si eras de una era imposible, o prácticamente imposible, dominar la otra. Los «cachetas» hipermusculados dominadores de los patios escolares a base de violencia e intimidación, pero que a su vez eran incapaces de entender conceptos básicos como «suma», «resta» o «ortografía», tenían su sancta sanctorum en el gimnasio de la escuela. Esos aspirantes a «primos de Zumosol» cuyos alardes físicos eran inversamente proporcionales en cantidad a su cociente intelectual, dominaban sin problemas las sentadillas, las verticales, los saltos mortales y toda una serie de artes tan útiles para el día a día como lo fue en su momento la revista Comando.

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Por otro lado estábamos los de música. Seres de luz con una comprensión del universo y sus misterios tal, que no necesitábamos para nada las banales enseñanzas de las asignaturas, ya que nosotros lo veíamos todo a través de los ojos de nuestro innato raciocinio supremo. ¿Estudiar los ríos? ¿Para qué? El agua sale de los grifos, ¿no? Vivir la vida de esta manera tan alejada de los problemas más mundanos y del universo más físico hacía que nuestros cuerpos no estuviesen preparados para demasiados alardes de fuerza bruta. Nosotros éramos creadores y entendedores, no ejecutores ni soldados ciegos de actitud violenta. Es por eso que la peor tortura para nosotros era la condena irremediable a asistir a las clases de gimnasia. Alguna que otra vez la excusa del dolor de cabeza o del resfriado funcionaba. Alguna que otra vez podías esconder la ropa de deporte y hacer ver que tu madre se había olvidado de dártela o que tú la habías perdido. Pero eran días muy contados, y a la que abusabas de este tipo de trolas y triquiñuelas la actitud del profesor hacia ti aún era mucho más virulenta. Ya que una cosa hay que tener clara, en aquellos remotos tiempos de la E.G.B. ochentera, el profesor de educación física no era más que uno de aquellos «cachetas» de los que he hablado antes que, por vete a saber tú que extraños designios del destino, había llegado a sacarse algún titulillo que lo habilitaba para dos cosas: primero, meter mano a las chicas de B.U.P. y C.O.U. cuando las ayudaba a realizar la vertical y el pino puente, y segundo, a atormentar con saña despiadada a aquellos que no podíamos realizar las estupideces físicas que nos obligaba a hacer. Para ello contaban con varias armas y estas son, de entre todas ellas, las peores:

5. Escalera colgada del techo/pared

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El objetivo era pasar de un lado al otro de la escalera cual aprendiz de oficial y caballero o como hacía el protagonista del videojuego «Combat School» en la primera fase. Si tenías unos buenos bíceps la cosa no representaba ninguna dificultad. Pero en caso contrario el dolor que se podía acumular en tus brazos y antebrazos al intentar pasar de peldaño a peldaño y sostener todo tu peso era algo parecido a la peor de las torturas del Viet Cong. Consecuentemente, una vez sobrepasado tu límite de dolor soportable, te caías de la escalera. Por suerte, como mínimo en mi escuela, debajo había una colchoneta bastante mullida que amortiguaba el golpe bastante bien. Pero entonces, si el profesor te veía, venía lo peor: te obligaba a empezar de nuevo. Y esto se podía alargar durante unos cuantos intentos hasta que al final, arto el hombre de tanta inutilidad, te permitía pasar la escalera por el lado, cosa que era muuucho más fácil que hacerlo por los escalones. No hija no, si el creador hubiese querido que los humanos nos colgásemos de palos y ramas nos hubiese hecho conservar las colas de nuestros parientes los monos para equilibrarnos. (NOTA: la foto que ilustra este apartado es realmente la escalera que había en el gimnasio de mi escuela. Actualmente está físicamente en otro lugar pero esa pintura gris-azulada tiñó durante muchos años mis terrores más profundos)

4. Espalderas

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Dentro de la sencillez de este objeto se escondía la complejidad de una abominable arma de tortura. De diferentes aplicaciones, los dolores y vejaciones que se podían llegar a infligir con una de estas eran prácticamente infinitas. Permanecer colgado de una de sus barras mientras intentabas levantar tu piernas perpendicularmente, anclar los pies en ellas para realizar abdominales o ir bajando tus brazos por ellas para realizar sentadillas eran acciones con una única reacción: la aparición de dolorosas agujetas. Pero había una cosa peor, y es que en las espalderas te obligaban a realizar una de las peores cosas que he tenido el horror de intentar hacer: el pino. ¿Estaba loco aquel tipo cachas? ¿Qué quería? ¿Que me subiese toda la sangre a la cabeza y me diese una lipotimia? ¿Que entonces al desfallecer mis brazos me aplastase las vértebras cervicales contra el suelo provocándome así una lesión medular irreparable? No hija no, si el creador hubiese querido que los humanos adoptásemos esa posición invertida, en el lugar que ocupan nuestras manos tendríamos pies y viceversa.

3. Plinton

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De aspecto parecido a un armario de piezas apilables, algo salido de un «proto-Ikea» del pasado, este compendio de tablas de madera ocultaba detrás de su aparente «inocencia» una maldad pocas veces igualada por la mente humana. Su peor característica era que era muy versátil y con ello, el mal llamado «profesor» te iba embaucando poco a poco hasta que un día, sin previo aviso, te obligaba a intentar realizar algo digno del cásting para formar parte del Cirque du Soleil. Llegabas a clase, principio de curso, y te encontrabas con solo la parte superior del plinton, la acolchada, y para tus adentros pensabas «Mira tú, parece una camita, que bonico». El profesor te decía «Nada, nada, no sufras, si es muy fácil, pasa caminado guardando el equilibrio y ya está». Victoria total. Al cabo de un tiempo te encontrabas el plinton con tres o cuatro cajones apilados y ya no era solo cuestión de pasar andando no, ahora el torturador quería que hicieses una voltereta. La cosa se empezaba a poner chunga y el peligro de lesión había aumentado. Pero entonces llegaba el día del terror. Te encontrabas todos aquellos cajones apilados, un trampolín de madera delante de él y detrás una colchoneta. «Nada, nada hombre, no sufras que es fácil. Solo tienes que saltar sobre el trampolín, proyectar tu cuerpo cual tigre de bengala a la caza, apoyar tus manos en el plinton, salir disparado y aterrizar sobre la colchoneta». Os juro que una vez vi como un compañero de clase, al intentarlo se estampó contra las espalderas y perdió dos dientes. Como podéis imaginar, yo jamás lo logré, de hecho me hacía el loco y me frenaba al llegar al trampolín. Suspendido sí, pero con la piñata entera. No hija no, si el creador hubiese querido que los humanos perdiésemos nuestros preciados dientes al estamparnos contra un trozo de madera… bueno, eso significaría que el ser supremo sería un poco jolagranp%&a y eso contradiría los postulados del cambio de paradigma judeo-cristiano del concepto «dios», de «cruel/castigador» a «padre/amor» que se extraen de comparar el antiguo y el nuevo testamento.

2. Potro

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Directamente este engendro tenía el nombre de una de las peores torturas medievales jamás llevadas a la práctica por el ser humano. Sí sí, aquello de estirar las extremidades de una persona hasta arrancárselas de cuajo. ¿Qué podías esperar entonces de algo así? Nada bueno, os lo aseguro. Esto de saltar el potro me aterrorizaba como pocas cosas, y no era solo por mi poca destreza, ni por miedo infundado a las alturas, no no, era por puro instinto de supervivencia. No quería dejar mis preciadas gónadas engarzadas en aquella piel de vacuno cual simples insertos orgánicos sobre la inerte y fría piel muerta de un objeto de tan poco valor estético. Os aseguro que vi a más de uno dejándose las partes nobles intentándolo, más de uno hipotecó su futura paternidad por una tontería tan grande como es saltar por encima de un trozo de madera tapizado. No hija no, si el creador hubiese querido que los humanos tuviesen sus partes nobles a prueba de golpes violentos las hubiese hecho de adamantium o de vibranium.

1. Cuerda / Palo

Best Sapper Competition 2010

El horror materializado de la manera más sencilla imaginable: un simple palo, una simple cuerda. Colgados del techo a la espera de ser escalados por ordas de imberbes púberes, la maldición de quiénes jamás logramos avanzar ni medio centímetro en vertical por su infernal recorrido hacia las alturas nos persiguió, nos persigue y nos perseguirá por los siglos de los siglos, tormentándonos con el recuerdo del fracaso estrepitoso. Forcejeé, intente asir mis pies a los nudos de la cuerda, intenté no resbalar hacia el suelo y avanzar como un pequeño simio por aquel tronco de altura mítica e infinita. Nada de nada, ni un pelo, ni un ápice, ni la más mínima señal de avance. Y lo peor de todo: aquello quemaba. Sí sí, literalmente te quemaba la parte interior de muslos y brazos y te provocaba un dolor que perduraba durante horas. Aún hoy, cuando cierro los ojos por las noches, sigo viendo aquella cuerda anudada y aquel palo satinado como me llaman. Y por alguna oscura razón, en mi imaginación no puedo resistirme a su influjo y en medio de un estado de ensoñación, dentro de mi cabeza, sigo intentándolo, intentándolo e intentándolo y sigo fracasando hasta que de golpe abro los ojos y, empapado de sudor frío, me doy cuenta de que por suerte estoy lejos de aquel lugar de horrible recuerdo olfativo llamado gimnasio escolar. No hija no, si el creador hubiese querido que los humanos nos encaramásemos por cuerdas, palos, paredes o edificios hubiese hecho que a todos nos mordiese una araña radioactiva.

Por suerte, con los años, he llegado a disfrutar del deporte, pero por propia iniciativa, motivación e interés. Creo que no le debo nada a aquellas sesiones de tortura que durante años y años sufrí en la escuela. No, de verdad, mirando atrás siempre te queda algún recuerdo bonito de clase, de los compañeros, de los profesores… de todo lo que aconteció durante aquella etapa de mi vida siempre sé de donde sacar alguna cosa que me haga sonreír, ya sea desde la nostalgia más pura o desde el gamberrismo más extremo (no os perdáis esto otro TOP), pero de las clases de gimnasia y de los profesores que las amenizaban con su nula capacidad pedagógica no, lo siento, no puedo sacar nada bueno de mi memoria.

¿Cómo lo recordáis todo esto vosotr@s viejun@s? ¿Erais empollon@s, de gimnasia o de música? Contad, contad.

Tomad la medicación…