Mi tío Osvaldo y el contestador automático

En todas las familias hay genios. Algunos más notorios, algunos más difíciles de detectar. Algunos destacan por sus capacidades físico-deportivas, otros por sus habilidades sensoriales y otros por ser más listos que nadie. Mi tío Osvaldo no destacaba por estar cachas, ni por poder comunicarse con el más allá ni por saber a pies juntillas como derivar e integrar ecuaciones. No, mi tío pertenecía a una cuarta categoría de genios, él era un visionario. Recuerdo como de pequeño ansiaba las comidas familiares justamente para verlo aparecer con su aspecto descuidado, su voz profunda y sus historias increibles vividas en mil y un viajes a lo largo y ancho del planeta. Me gustaba plantarme en frente suyo y dejar que al explicarme sus aventuras me transportase a lugares exóticos y conocer costumbres extrañas y gentes que parecían venidas de otro universo. Me explicaba cosas como que había estado en un país donde las mujeres tenían el cuello tan largo que las llamaban mujeres jirafa. Escuchar a mi tío Osvaldo era, a pequeñas dosis, mejor que leer cualquier cómic, ver cualquier película o jugar a cualquier juego de mesa. A pesar de mi admiración por él, mis otros hermanos, padres y familiares varios no sentían tanta simpatía por él como yo. O al menos esa era la sensación que tenía. Siempre me decían: «No creas nada de lo que te explica Osvaldo», «Es un cuentista», «No da palo al agua», «Es un vago»… No me importaba, mi tío Osvaldo era mi tío favorito. ¿Qué importaba si lo que explicaba era verdad o mentira? Solo por hecho de ser explicadas, las vivencias de Osvaldo merecían ser escuchadas, eran demasiado buenas como para preocuparse por su veracidad.

Recuerdo una Navidad, hacia finales de los 70, habiéndose sentado a la mesa ya toda la familia para comer la consabida sopa de galets cuando de repente sonó el timbre de la puerta (mi tío Osvaldo jamás avisaba, el simplemente se presentaba, o no). Apareció en el comedor con un aspecto totalmente futurista para lo que estábamos acostumados. Pantalones anchos, una camiseta de mil colores que le venía extremadamente grande, unas zapatillas deportivas de caña alta de color blanco, violeta y amarillo y lo que más me llamó la atención, una gorra que tenía la parte de atrás de rejilla y que la parte delantera tenía este aspecto:

– ¡Acabo de llegar de la ciudad más grande, y más grande del mundo! -él siempre utilizaba frases con muchas lecturas y no aptas para oidos que no quisiesen escuchar.

– ¿De donde vienes tito Osvaldo?

– ¡De la gran manzana!

– ¿No decías que venías de una ciudad? Una manzana es una fruta, no me líes tío.

– Vengo de New York, una ciudad que está al otro lado del mundo, y sus habitantes la llaman también «La gran manzana».

– Ahh vale.

Como os podéis imaginar toda la comida navideña se centró completamente en Osvaldo y su viaje. Esto ponía especialmente a mis padres de los nervios, pero bueno, que queréis que os diga, yo disfrutaba más con lo que nos explicaba Osvaldo que con los problemas del trabajo, y otras tonterías que centraban las comidas familiares cuando él no estaba.

Cuando todos los adultos ya habían tomado café, devorado los turrones y empezaban a adrentarse en los efectos que los efluvios alcohólicos de los destilados les provacaban, me quedé un momento a solas con mi tío (mi tío Osvaldo no bebía alcohol, decía que si lo hacía su cerebro trabajaba más lento y no le gustaba la sensación).

– Creo que lo he encontrado – me dijo

– ¿El qué tito?

– Lo que por fin me hará tremendamente rico y me permitirá dedicarme en exclusiva a vivir holgadamente la vida sin más preocupación que escojer la ropa que me pondré en mi yate.

– ¿Y qué es? Yo también lo quiero – aunque no os lo creáis yo no era tan tonto de pequeño como lo parezco ahora.

– Fabricaré contestadores automáticos, es un invento genial. Seguro que has visto alguno en alguna película.

Tenía razón, me sonaban de algo, pero eso eran cosas que solo existían en las pelís y las series de la televisión, algo así como las espadas láser, los vipers o los coches que hablaban con la voz de Homer Sipmson.

– ¿Pero para qué sirven?

– Imagínate, puedes irte al parque, a comer algo y si alguien te llama por teléfono a casa el contestador automático responde por tí y recuerda lo que te querían decir. Después cuando vuelves de donde sea que hayas ido el contestador te repite lo que la persona que te había llamado necesitaba contarte. Y más importante aún, las empresas podrán recibir mensajes de clientes, pedidos etc… ¡Siempre! Todos van a querer un contestador.

– Entonces es como un robot, ¿no? ¿Por qué solo responde a llamadas? También podría lavar los platos o poner la mesa mientras nadie llama. – ya os he dicho que yo de pequeño no era tan tonto como parezco ahora, lástima que luego me fui estropeando.

– No es un robot, es una pequeña cajita que se pone al lado del donde tengas el teléfono, es esto.

Entonces sacó de su roída pero característica bolsa de piel girada una especie de caja metálica plateada que tenía letras que no entendía escritas en su superficie.

– ¿Es bonito verdad? Toma, cógelo.

Con cuidado lo agarré firmemente entre mis manos y me lo acerqué a la cara para escudriñar aquel objeto detenidamente. Su tacto era suave y frío. Entonces le di la vuelta para verlo por su parte inferior y lo que pasó entonces casi hizo que se me parase el corazón. Al voltearlo escuche dos «CLIKS» seguidos y noté como algo caía encima de mis pies. Me quedé con la boca abierta y miré asustado a los ojos de mi tío Osvaldo. El simplemente me miró dulcemente, me paso la mano por el cogote y recogió lo que se había caido mientras me decía:

– Tranquilo, no pasa nada, son las cintas.

– ¿Las cintas? ¿Qué cintas?

– Las cintas de cassette.

Entonces me puse serio.

– A ver tito, ahora empiezo a pensar que me quieres tomar el pelo. ¿Esto no servía para las llamadas? Las cintas son para escuchar música y cuentos. Mira, allí en la estanteria tengo algunas.

– Las cintas sirven para más cosas hombre – me dijo – El contestador lleva dos. Una sirve para grabar el mensaje que escucha quien te llama y la otra sirve para grabar los mensajes que te quieren dejar. ¿Quieres que grabemos nuestras voces diciendo que nos pueden dejar un mensaje después de la señal?

– ¿Señal? ¿Qué señal?

– El mensaje de bienvenida que grabemos en el contestador debe avisar a quien te llama de que después del pitido es cuando pueden hablar. Así, todo lo que nos quieran decir, quedará perfectamente magnetizado en la cinta.

– ¿Magnetizado?

– Olvídalo – yo no era nada tonto, pero quizá sí un poco toca-pelotas – ¿Quieres o no que grabemos un mensaje?

– ¡Sí, sí, sí! Será divertido.

– Va, piensa qué quieres decir a los que nos llamen.

– Vale.

Me concentré durante un par de minutos y le dije:

– Ya lo tengo.

– Dilo, vamos a ensayar antes de grabar.

Espeté:

– «Hola, soy yo y mi tío Osvaldo, esto es un contestador que hará que seamos ricos y después de que silbe di lo que quieras, Magneto se acordará»

– Jajajajajajajaja, eres un pequeño genio. Perfecto! ¿Te acordarás de todo?

– Creo que sí

– Pues venga, a grabarlo.

Antes de encender el aparato mi tío Osvaldo repasó lo que parecían unas instrucciones escritas a mano que sacó del bolsillo. Murmuraba:

– Rec y play… rebobino… no no, play y rec, FFW… cuento hasta tres.. ok. ¡Lo tengo!

Enchufó el contestador a la corriente y unas lucecitas rojas se encendieron vívidamente en el contestador. Y aparecienron en una ventanilla negra los números «00». Yo alucinaba con todo aquello. Apretó un par de botones… y entonces ocurrió el desastre.

En menos que canta un gallo la habitación quedó inundada por un olor penetrante a plástico quemado y del maravillo contestador empezo a salir un humo blanquecino. A pesar de que mi tió Osvaldo reaccionó rápidamente desenchufándolo fue demasiado tarde. Los motores de arrastre de las cintas se habían quemado, la fuente de alimentación interna también y la placa de circuitos se había fundido.

No se puede enchufar un aparato de 125v a una toma de 220 (¿recordáis el gag del «Penetreitor 2000» de la película «Top Secret»?)

Mi tío Osvaldo renegó y en voz baja (él nunca chillaba) repetía: «No, no, no, no… no puede ser verdad, no me lo puedo creer».

Me abrazó y me pareció escuchar un sollozo, y notar la humedad de una lágrima en mi espalda, pero no lo puedo asegurar porqué mi tío Osvaldo nunca lloraba, bueno, sí que lloró una vez, pero eso os lo explicaré otro día.

Mi madre entró en la habitación asustada por el ruido y el olor a requemado que ya había llegado al comedor.

– ¿Qué ha pasado aquí?

– Nada – dijo Osvadlo – un regalo que había traido para tu hijo que parece que estaba estropeado.

– ¡Osvaldo no le des trastos peligrosos al niño!

– Tranquila, ya está, este trasto ya no supone ningún peligro. ¿Me dices donde está la basura?

Después de aquel día pasaron bastantes meses hasta que volví a ver a mi tío Osvaldo. Más tarde, ya cuando yo era un adolescente crecidito, supe que se había gastado todo su dinero en aquel viaje a New York y que su objetivo era encontrar algo con lo que hacer negocio. Su plan era traer algo para poder convencer a algún inversor para que capitalizase el proyecto, copiarlo y fabricarlo aquí para venderlo. Aquella tarde, en mi habitación, su pequeño-gran sueño de vender contestadores automáticos terminó de una manera brusca. No le quedaba dinero para volver a EEUU y no tenía el modelo que le sirviese de muestra para convencer a algún rico mecenas para que lo financiase.

Pero tranquilos, no os preocupéis por mi tío Osvaldo. Mi tío Osvaldo terminó haciendo fortuna, tuvo un yate y fue muy feliz. Otro día os explicaré como llegó a cumplir sus sueños, pero hoy aún no es el momento.

Tomad la medicación…