Las cosas más extrañas que viví en el cole: profesores

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Esta va a ser un post bastante personal viejun@s. Más que nada porque lo que os voy a explicar en él son cosas que me pasaron a mí o viví de cerca. Bueno, quizá la primera sí que sea bastante común y seguramente muchos de vosotros pasasteis por algo parecido, pero las otras son tan concretas que sólo podemos tenerlas en la memoria los que allí nos encontramos. Al recordarlas muchas veces tengo que hacer un ejercicio mental específico para reafirmar mis recuerdos y asegurar que lo que creo tener archivado en mi cabeza es real y que pasó de verdad. “¿No lo habrás soñado?” me pregunto. “¿No será alguna escena de una película que has confundido con tu vida dentro de tu ajado cerebro?”. Pero no, os aseguro que lo que os voy a relatar es totalmente cierto.

El profesor que fumaba (o de la conexión con el mundo antiguo).

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A los que nacimos en la primera mitad de los años 70 nos tocó vivir una época de bastantes cambios. Unos fueron para mejor, otros para peor, pero en definitiva fueron eso, cambios. De una manera más o menos rápida los paradigmas anteriores fueron dando paso a constructos sociales diferentes que generaron, a su vez, nuevos paradigmas. Y allí estábamos nosotros, justo en el medio, en el centro de toda una vorágine de nuevos vientos, pero viviendo, al mismo tiempo los últimos coletazos de unas costumbres que estaban condenadas a morir en breve. Y aquí es donde entra nuestro protagonista, el profesor que fumaba. En mi caso se llamaba Ernesto y era de origen francés, cada uno de vosotros tendréis el vuestro seguramente. Este personaje que nos aterraba y ahumaba a partes iguales, se paseaba por la clase, entre los pupitres, consumiendo cigarrillo tras cigarrillo sin prisa pero sin pausa, y cuando digo “sin pausa” lo digo literalmente: no dejaba jamas de tener un Lucky Strike sin boquilla encendido entre sus amarillentos dedos (muy amarillentos, de verdad). Cuando estaba a punto de consumirse del todo el que en esos momentos se estaba fumando, aprovechaba la moribunda boquilla para encender uno nuevo, entonces apagaba la colilla en el suelo del aula pisándola. Con dos huevos, así, a lo marrano. Para colmo, por si ser fumadores pasivos durante unas cinco o seis horas seguidas cada día de la semana, encima cuando las provisiones de tabaco se le acababan éramos los encargados de ir a comprar más.

Yo fui uno de los que envió en más de una ocasión. Me gustaba hacerlo ya que aprovechaba el encargo para darme una vuelta por los pasillos del cole para hacer muecas a los que estaban dentro de las aulas, mirar los cómics del quiosco de delante de la escuela e intentaba alargar al máximo mi paseo, pero no demasiado para que no se notase. El estanquero ya nos tenía calados y sabía a que íbamos en cuanto nos veía entrar por la puerta. De hecho el diálogo era muy escueto y se limitaba a decirte: «¿Lo de Ernesto no?», y directamente te ponía sobre el mostrador tres cajetillas de Lucky Strike sin boquilla.

Ahora el mundo antiguo ya no existe, imaginad que un día llega vuestro hijo de unos 10 u 11 años a casa y os explica que hoy se ha dado un garbeo por la calle en horario escolar, solo, para ir al estanco a comprar unas cajetillas de cigarros para un profe de dedos amarillentos y que además, el estanquero se lo ha vendido sin ningún tipo de problema… ¿Lo dejaríais pasar como una simple anécdota como hicieron mis padres o organizaríais un evento en facebook por los derechos de los niños y los padres afectados por profesores apestosos y estanqueros desalmados?

El profesor que no tenía voz y lloraba (el dolor y la pena como lección).

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Por vete a saber tú que razones el Sr. Losada no tenía voz. O mejor dicho, sí que la tenía pero su potencia era muy escasa, casi nula. No sé si su situación era provocada por una enfermedad o por un accidente. Además tenía unas palpables dificultades motrices que le hacían dar la clase irremediablemente desde su mesa sin moverse de allí prácticamente jamás. Así a bote pronto podría parecer que el Sr. Losada no podía hacer clase, pero por suerte para él la tecnología llegó para salvar su carrera docente. Fue, desde un punto de vista televisivo, el primer hombre biónico que conocí. Utilizaba un micrófono (muy parecido al de la imagen superior) para amplificar su voz, y no era un micrófono cualquiera no, ¡era inalámbrico! Sí, sí… lo que hoy en día sería “buíreles”. El sistema era de lo más curioso, el micro tenía una pequeña antena que emitía ondas de FM que eran captadas por una radio que tenía sobre su mesa. El ajuste del dial para que el invento funcionase requería mucha precisión y prácticamente cada mañana se tenía que repasar para ver si funcionaba correctamente. Supongo que llegó un momento en el que el Sr. Losada se cansó de realizar la tarea de ajuste y encargó a un alumno que lo hiciese. Durante una época ese alumno fui yo (el cargo era rotativo e impuesto a dedo). Ya os podéis imaginar que teniendo carta blanca para acceder a transistor y al micrófono intenté experimentar al máximo todo lo que pude con ellos durante los minutos previos a que él llegase a clase. Sintonizar Radio 80 Serie Oro, imitar a los Europe y evidentemente imitar al propio Sr. Losada… bueno, ya sabéis (o si no ahora lo descubrís), yo era tirando a bastante cabroncete de pequeño (y muchos aseguran que de mayor también).

Recuerdo un día en que estábamos haciendo clase de naturales, ese día tocaba hablar sobre Alexander Fleming y el descubrimiento de la penicilina, pero la cosa cada vez se tornó más y más extraña. En un momento dado el Sr. Losada empezó a explicarnos cómo la penicilina había salvado a su hijo de una muerte segura (no recuerdo debido a qué enfermedad concreta) y empezó a agradecer al Doc. Fleming su descubrimiento y su existencia, hasta llegar un punto en el que algo se quebró en su interior y empezó a llorar desconsoladamente. El silencio que se hizo en clase fue uno de los más sepulcrales que recuerdo, la situación nos sobrepasó a todos mientras que lo único que se escuchaba eran los sollozos del Sr. Losada filtrados por el altavoz de un transistor. Después de aquel día no volví a hacer mofa de él y me dediqué a sintonizar de la manera más meticulosa que pude aquel micrófono hasta que fui reemplazado en el cargo por mi sucesor.

El profesor que casi perdió la mano (la locura, la inspiradora locura).

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Albert fue uno de los profesores que más me impactaron. Podría decir que gracias a él (no de manera exclusiva) actualmente me dedico a lo que me dedico para ganarme mi sustento. Daba clases de informática y matemáticas y tenía fama de estar loco. No seré yo quien lo juzgue a toro pasado pero sí que os puedo asegurar que era muy excéntrico, mucho, y que se esforzaba en avivar su fama de lunático de una manera descarada. Era de los más jóvenes del plantel de profesorado de mi escuela, una escuela gigantesca, inmensa. Se explicaba que dejó embarazada a una alumna y se acabaron casando, y creo que era cierto. Pero esa no fue la cosa “extraña” por lo que está en esta lista. Fue algo mucho más impactante, al menos para mí. Era la primera hora de clase de la tarde, aquella en la que muchos profesores desprendían un tufo a carajillo, pero no era el caso de Albert, creo que su “singularidad” no se debía a los efectos del alcohol o de otro estupefaciente, venía de serie desde algún lugar profundo en su interior, pero puedo estar totalmente equivocado. Total, que en un momento de la explicación Albert se empezó a enzarzarse en una discusión consigo mismo delante de la pizarra sobre la necesidad o no del símbolo que se colocaba encima de los decimales para indicar que estos eran periódicos. Su discurso vino a ser algo así:

– Porque claro, si el simbolito de marras para escribir el resultado de 1/3 tendríamos que empezar a escribir treses como locos. – aquí empezó a escribir el número “3” por toda la pizarra.

– Y tendríamos que seguir, seguir, seguir, seguir… – cuando se le acabó la pizarra empezó a escribir el la pared y fue yendo hacia la derecha escribiendo y escribiendo.

– Pero claro, ¡al final nos encontraríamos con un puta ventana y no podríamos seguir escribiendo!

Aquí se planto delante de una de las ventanas que daban al pasillo, se la quedó mirando unos largos segundos y de repente hizo una mirada hacia la clase que nos dejó helados, se volvió de nuevo hacia la ventana, le asestó un puñetazo al cristal y lo atravesó. Instantes después empezó a sangrar profusamente, pero si perder la compostura se giró hacia nosotros y preguntó. “¿Quién es el delegado?” Un chica que se llamaba Natalia, aterrada por no saber qué iba a pasar a continuación dijo “Yo.” a lo que Albert respondió: “Pues dile a la clase que voy un momento a la enfermería y que ahora vuelvo”. Y no mentía, así lo hizo, al cabo de unos minutos volvió sobre su propio rastro de sangre con la mano envuelta con un tosco vendaje y continuó la clase como si no hubiese pasado absolutamente nada. Hace poco me enteré de que una enfermedad de estas rápidas y crueles se lo llevó demasiado joven, sea como sea desde aquí le rindo este pequeño homenaje en forma de recuerdo bizarro.

El profesor al que le faltaban piezas, bueno, una pieza (la luz fuera de la madriguera).

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Por casualidades de la vida el personaje con el que voy a cerrar este pequeño repaso compartía nombre con el anterior, Alberto, e incluso para más inri también compartían apellido e impartían matemáticas. De hecho cuando me expulsaron de aquella inmensa escuela y empecé a estudiar FP, me enteré de que uno de los profesores se llamaba Alberto R. pensé que al él también lo debían haber expulsado y que mira, como mínimo, tendría una cara conocida con la que hablar al salir del hoyo tras doce años en la misma escuela. Pero no, Albert y Alberto eran personas diferentes, muy diferentes de hecho. Lo dos eran excéntricos pero de maneras muy diferentes, uno a base de oscuridad y sarcasmo y el otro a base de humor y extroversión. ¿Las dos caras de la misma moneda? Seguramente, pero la frase está tan manida que me da hasta un poco de rabia utilizarla. Alberto era un personaje cercano y divertido con cierto parecido al Doctor Slump. De hecho, el primer año de FP entre unos cuantos alumnos le regalamos una gorra como la que veis sobre estas lineas y la lució con orgullo bastantes días en clase. Teníamos otro profesor en aquella escuela que se llamaba Xoan que impartía alguna asignatura de programación. Llegó el día del examen y por ahí pasaba casualmente Alberto. Xoan le preguntó:

– Alberto, ¿estás muy ocupado?

– No, qué va, ahora mismo volvía de desayunar y no tengo clase hasta dentro de un rato – respondió.

– Pues me podrías ayudar a controlar a estos listillos para que no copien.

– Vale.

Xoan se giró hacia la clase y nos dijo (prestad ahora mucha atención):

– No os paséis de listos con intentar copiar ni con chuletas ni nada por el estilo que ahora somos cuatro ojos vigilando. 

Alberto lo interrumpió inmediatamente y dijo:

– No Xoan, te equivocas, ¡somos tres!

Y acto seguido procedió a extrar su ojo de cristal de su cavidad ocular y nos lo enseñó orgulloso. Tras unos momentos de sonrisa orgullosa en su cara volvió a colocárselo y nos dijo:

– Pero eso no significa que no os pueda pillar copiando.

Y nos guiñó su otro ojo, el sano. Os podéis imaginar la cara de pasmados con la que nos quedamos todos en clase (que era igual a la de Xoan).

Bueno pues hasta aquí este repaso sobre las situaciones más surrealistas y extrañas que viví en una escuela gracias los profesores que me tocó tener. ¿Os atrevéis a contarnos las vuestras? Restamos atentos y expectantes.

Tomad la medicación…